La peor introducción de un libro de divulgación que jamás he leído

Por • 5 Sep, 2025 • Sección: Hablar de Ciencia, Libros

Sí, parece un titular sensacionalista. Uno de esos cebos que prometen revelar ‘el secreto que las farmacéuticas no quieren que sepas’. Pero, al menos esta vez, no lo es… o bueno, no del todo, en mi opinión.

El siguiente texto corresponde al primer párrafo de un libro de divulgación científica que me regalaron hace poco. He leído ya unos cuantos del estilo —y con bastante entusiasmo, lo admito—, pero no recuerdo una introducción peor, o al menos una con la que esté menos de acuerdo en su planteamiento.

Divulgar la ciencia no es tarea fácil, lo sé. No basta con saber mucho: hay que hacer el esfuerzo intelectual de acercar conceptos abstractos y complejos en un lenguaje claro y sencillo, sin pasarse con las licencias poéticas ni tropezar con errores groseros. El reto está en simplificar sin deformar. Y eso no se logra lanzando afirmaciones que, aunque suenen bien, no se sostienen si uno se detiene a pensarlas.

Entiendo —y comparto en parte— el intento del autor por acercar la física al lector común, resaltando que está presente en nuestras acciones cotidianas y que forma la base de mucha de la tecnología que usamos a diario. Pero romantiza la idea hasta el exceso, y termina cayendo en una visión casi mágica: como si al mirarnos al espejo, estuviéramos “usando” la física de forma activa y consciente, como quien invoca una fuerza mística.

Vamos a analizar algunas frases para ver por qué no estoy de acuerdo con el planteamiento.

“Cuando nos miramos en un espejo o nos ponemos unas gafas utilizamos la física de la óptica”

Para empezar, los espejos se inventaron hace miles de años, mucho antes de que la física comenzara a desarrollarse como ciencia, ya sea que supongamos que empezó en la antigua Grecia o durante el Renacimiento. Los más antiguos conocidos, pulidos en obsidiana, datan de unos 6.000 años a.C. en Anatolia (lo que hoy es Turquía). Más adelante, los egipcios usaban espejos de cobre bruñido, y los romanos mejoraron la técnica con metales más refinados. Los espejos de vidrio con una capa metálica en la parte posterior, más parecidos a los actuales, se desarrollaron en Venecia en el siglo XVI.

Eso sí, la ley de la reflexión —esa que dice que el ángulo de incidencia es igual al ángulo de reflexión— no fue formulada hasta el siglo XI por el científico árabe Ibn al-Haytham (Alhacén) en su influyente Libro de la Óptica. Fue uno de los primeros en tratar la luz como un fenómeno físico que podía estudiarse con rigor matemático.

Y si queremos meternos en la óptica moderna, la ley de la reflexión se entiende como una consecuencia del principio de Fermat, según el cual la luz sigue el camino que requiere el menor tiempo. Aún más profundamente, en el marco de la electrodinámica cuántica (QED), la reflexión puede explicarse en términos de la interferencia constructiva de todos los posibles caminos que la luz podría seguir, como mostró Richard Feynman con sus diagramas y su célebre estilo gráfico… ¿Y por qué estoy hablando de esto? Pues, porque parece claro que no necesitamos saber física para mirarnos al espejo ni ponernos unas gafas. De hecho, niños de tres años —y gatos con delirios de doble identidad— lo hacen constantemente sin conocer la ley de la reflexión ni haber pasado por una clase de óptica.

Lo que el autor quiere transmitir, supongo, es que detrás de esos procesos hay fenómenos físicos que la ciencia ha logrado explicar. O que hemos utilizado la física para construir instrumentos —como gafas, telescopios o smartphones— que usamos todos los días. Y eso sí es cierto. Pero decir que «utilizamos la física para mirarnos al espejo» es como decir que que usamos la gravedad cada vez que tiramos una pelota al aire: es cierto, pero irrelevante. La física —o mejor dicho, la naturaleza, ya que la física busca explicar los fenómenos naturales— está actuando, sí, pero nosotros no la estamos aplicando de forma consciente.

Lo que realmente ocurre es que el fenómeno de la reflexión de la luz —que sí, la física describe con precisión— hace posible que veamos nuestra cara reflejada. Pero nosotros no hacemos física cuando nos peinamos. El fenómeno sucede independientemente de nuestro conocimiento o intención. Y eso es importante: explicar algo con física no es lo mismo que utilizarla activamente.

“Cuando programamos un despertador, nos movemos en el tiempo”

La frase suena casi como una meditación de ciencia cuántica, algo así como Paulo Coelho cruzado con Einstein. Tiene ritmo, contrasta “tiempo” y “espacio”, y juega con conceptos que en física tienen peso. Pero en el fondo, lo que hace es confundir el uso metafórico con el uso físico y técnico de esos conceptos.

Lo que hacemos cuando programamos un despertador es establecer una hora futura, basada en una medición convencional del tiempo. No nos “movemos” más en el tiempo que al mirar el reloj o al esperar el microondas. El tiempo avanza por sí mismo —al menos desde nuestro punto de vista— y programar un despertador no es más que una acción técnica que anticipa un evento dentro de ese flujo temporal. No requiere ninguna intervención física en la dimensión temporal.

Así que no, no nos movemos en el tiempo: simplemente seleccionamos una coordenada futura en un sistema de referencia temporal que ni siquiera estamos controlando.

«Cuando observamos un mapa, navegamos por el espacio geométrico»

Aquí la cosa suena más lógica… pero tampoco resiste un análisis riguroso.

Observar un mapa no es «navegar por el espacio geométrico» en el sentido que esa frase sugiere. No estamos desplazándonos por una variedad riemanniana, ni recorriendo una métrica espacial. Lo que hacemos es interpretar un modelo visual del espacio físico, una representación bidimensional de un entorno tridimensional. La navegación real en el espacio implica movimiento físico (o al menos virtual, como en un videojuego o un entorno simulado). Mirar un plano no es moverse por él del mismo modo que leer una receta no te hace cocinar.

En matemáticas y física, “espacio geométrico” puede referirse a muchas cosas: desde el espacio euclidiano habitual hasta los espacios curvos de la relatividad general. Pero ver una señal en Google Maps no convierte al usuario en un geodésico andante. Más coherente habría sido usar el mapa como un ejemplo de modelo que nos resulta útil para representar una parte de la realidad.

Ambas frases toman términos técnicos de la física y la matemática y los trasladan al lenguaje común sin aclarar la diferencia entre uso metafórico y literal. Esto puede ser útil para despertar interés, pero también genera confusión, especialmente en divulgación científica. Y ese es el problema: no es poesía, pero tampoco ciencia. Y acaba siendo ni lo uno ni lo otro.

«Nuestros teléfonos móviles nos conectan por medio de invisibles hilos electromagnéticos con satélites que giran por encima de nuestras cabezas.»

Cuando leemos frases como esta, suena muy bonito, casi poético, pero desde la ciencia hay que matizar varias cosas.

La primera confusión es pensar que todas las llamadas móviles pasan por satélites. En realidad, lo que ocurre en el día a día es mucho más “terrestre”: tu teléfono se comunica con la antena de telefonía más cercana, y a partir de ahí la señal viaja por la red del operador. Solo en casos especiales —como con un teléfono satelital o cuando hablamos de GPS— entran en juego los satélites.

La segunda parte de la frase menciona esos ‘hilos invisibles’. Es una metáfora atractiva, aunque un poco engañosa: las ondas electromagnéticas no son cuerdas que unan dos puntos, sino vibraciones de campos eléctricos y magnéticos que viajan por el espacio. Una comparación más acertada sería la de olas en un estanque: se expanden en todas direcciones, y tu móvil solo ‘pesca’ las que necesita.

¿Cómo se podría mejorar?

Pues, por qué no, le he pedido ayuda a ChatGPT para que exprese estas dos últimas frases usando una versión más rigurosa y clara —y, aun así, evocadora—, y me ha propuesto esto:

“Cuando programamos un despertador, anticipamos un momento futuro; cuando observamos un mapa, proyectamos nuestra posición en un espacio representado.”

No es tan dramático, lo sé. Pero al menos no sugiere que pulsar un botón te convierte en un viajero del tiempo.

Más surrealista me parece las siguientes afirmaciones:

«Pero la física no es sólo tecnología. Sin ella no habría mediodía, ni arcoiris, ni diamantes.»

Aquí se podría introducir una reflexión filosófica interesante: ¿existe la realidad independientemente de nosotros? Efectivamente, hay cosas que existen al margen de nuestra presencia, como el Sol, pero otras son el resultado de la interacción entre la realidad externa, nuestros sentidos y la interpretación que hacemos de esas interacciones. Sin embargo, el autor no se refiere a eso, sino que afirma que sin la física no existiría ¡el mediodía! La frase busca resaltar la importancia de la física, pero confunde comprensión con existencia. El mediodía, los arcoíris o los diamantes no dependen de que los entendamos para estar ahí; la física no los crea, solo los explica. Es como decir que sin geografía no habría montañas: lo que cambia es nuestra manera de entender el mundo, no el mundo mismo.

Al final, el problema no es usar metáforas, sino hacerlas pasar por ciencia. La física no “crea” el mediodía, ni los diamantes, ni los arcoíris; solo los explica. Y eso ya es bastante asombroso. No necesitamos convertirnos en viajeros del tiempo para programar un despertador, ni en geodestas cósmicos para mirar un mapa. La realidad es fascinante tal cual es… siempre que no intentemos mejorarla a base de frases grandilocuentes.

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